Recostado en el sofá, más allá de la una de la noche, me sorprende la pantalla del televisor con la presencia de una mujer joven y atractiva, de desbordada belleza, armónica y sugerente. Su pelo es dorado, claro y soleado, tal como ordenaban los antiguos cánones de exquisitez renacentistas. Y una verde y serena mirada, desde dos encendidas esmeraldas, inundaba de claridad el ajetreado plató que la enmarcaba. Entonces, una toma generosa ofrece un primer plano fabuloso de la insigne señorita, y la madrugada parecía rasgarse con un súbito calor. Esplendoroso, transparente, triunfal, se presenta su desnudo busto por encima de un lejano escote, que no se ve, por lo que, durante varios segundos, parecía la imagen de una emergente valkiria que se ofreciera desprovista de vestidos. Una vez retrocedida la cámara unos metros, ya la realidad aborta la ilusión de su desnudez. Pero otorga la contemplación del tesoro, hasta entonces oculto, de unas piernas largas, delgadas y torneadas. Y ocurrió lo imprevisto. Aquella belleza parlante, a cuya conversación no presté atención, absorto como estaba en tan singular contemplación, realizó un gesto definitivo, superlativo, de absoluta sensualidad, de abrasadora frescura, de refrescante calentura. Aquella belleza parlante había cruzado las piernas, mientras una toma frontal ofrecía, en simulada plenitud, el eje oculto, último y simétrico de su cuerpo.
Y me quedé extasiado, abandonado con tanta sutileza. Así estuve hasta que el soniquete de su imparable charloteo se me fue haciendo perceptible. Y escuché palabras tan prosaicas como polvos, clítoris, insultos y un trasunto de problemas con hombres y de relaciones encrespadas.
Cuando la cámara volvió a enfocar a mi joven deseada, observé cómo su pelo era de un atroz rubio teñido, sus pechos de silicona y toda su belleza era impostada, artificial y arrabalera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario